Paul Krugman, premio Nobel de Economía en el 2008, explica sencilla y contundentemente la verdadera naturaleza de la depresión económica mundial y su extensión hacia las futuras generaciones. Una visión de las condiciones macroeconómicas frente a las cuales tendremos que adaptar nuestras expectativas y proyectos de vida. Un documento de capital importancia.
La tercera depresión
Las recesiones son comunes; las depresiones, raras. Que yo sepa, sólo hubo dos épocas en la historia económica que se describieron ampliamente como “depresiones” en su momento: los años de deflación e inestabilidad que siguieron al Pánico de 1873 y los años de desempleo generalizado que siguieron a la crisis financiera de 1929 a 1931.
Ni la Depresión Prolongada del siglo XIX ni la Gran Depresión del XX fueron eras de declive ininterrumpido —por el contrario, ambas incluyeron períodos en los que creció la economía—. Sin embargo, estos episodios de mejoras nunca fueron suficientes para enmendar el daño de la crisis inicial, y les siguieron recaídas.
Estamos ahora, me temo, en las primeras etapas de una tercera depresión. Es probable que se parezca más a la Depresión Prolongada que a la mucho más severa Gran Depresión. Sin embargo, el costo —para la economía mundial y, sobre todo, para los millones de vidas arruinadas por la falta de empleos— será inmenso.
Y esta tercera depresión será principalmente un fracaso de la política. En todo el mundo —más recientemente, en la profundamente desalentadora reunión del G-20 el fin de semana pasado—, los gobiernos se obsesionan con la inflación, cuando la amenaza real es la deflación; predican la necesidad de apretarse el cinturón, cuando el problema real es el gasto inadecuado.
Parecía que hubiésemos aprendido de la historia en 2008 y 2009. A diferencia de sus predecesores, que aumentaron las tasas de interés de cara a la crisis financiera, los dirigentes actuales en la Reserva Federal y el Banco Central Europeo las rebajaron drásticamente y se movilizaron para apoyar los mercados crediticios. A diferencia de gobiernos del pasado, que trataron de equilibrar los presupuestos frente a la economía que se hundía, los de hoy permitieron el aumento en los déficits. Y mejores políticas ayudaron al mundo a evitar un colapso total: podría decirse que la recesión provocada por la crisis financiera terminó el verano pasado.
Sin embargo, historiadores futuros nos dirán que no fue el fin de la tercera depresión, justo como el repunte en los negocios que comenzó en 1933 no lo fue de la Gran Depresión. Después de todo, el desempleo —especialmente el de largo plazo— persiste en niveles que se habrían considerado catastróficos no hace mucho, y no muestra signos de bajar rápidamente. Y tanto Estados Unidos como Europa están muy encaminados hacia las trampas deflacionarias al estilo japonés.
Ante este panorama desalentador, se podría haber esperado que los formuladores de políticas se dieran cuenta de que todavía no han hecho suficiente para promover la recuperación. Sin embargo, no; en los últimos meses ha habido un resurgimiento impresionante de la ortodoxia sobre la moneda fuerte y el presupuesto equilibrado.
En lo tocante a la retórica, el renacimiento de la religión de antaño es más evidente en Europa, donde los funcionarios parecen sacar sus temas de conversación de una antología de discursos de Herbert Hoover, hasta cuando dice que aumentar los impuestos y reducir el gasto expandirá realmente la economía al mejorar la confianza de las empresas. Como una cuestión práctica, no obstante, Estados Unidos no lo hace nada mejor. Pareciera que la Reserva está consciente de los riesgos deflacionarios —pero lo que propone hacer sobre ellos, bueno, es nada—.
El gobierno de Obama entiende los peligros de una austeridad fiscal prematura, pero porque los republicanos y los demócratas conservadores en el Congreso no autorizan ayuda adicional a los gobiernos estatales, esa austeridad llegará de todos modos, en términos de recortes presupuestales en los niveles estatales y locales.
¿Por qué el giro equivocado en la política? La línea dura invoca a menudo los problemas que enfrentan Grecia y otros países limítrofes de Europa para justificar sus acciones. Y es verdad que los inversionistas de bonos se han vuelto contra gobiernos que tienen déficits incorregibles. Sin embargo, no hay ninguna evidencia de que la austeridad fiscal a corto plazo ante una economía deprimida tranquilice a los inversionistas. Por el contrario: Grecia estuvo de acuerdo en una austeridad severa, sólo para darse cuenta de que la propagación de su riesgo se amplía muchísimo más; Irlanda ha impuesto recortes salvajes al gasto público, sólo para que los mercados lo traten como un riesgo peor que España, mucho más renuente a tomar la medicina de la línea dura.
Es casi como que los mercados financieros han entendido lo que aparentemente los formuladores de políticas no comprenden: que aunque la responsabilidad fiscal a largo plazo es importante, bajar drásticamente el gasto en medio de una depresión, que la profundiza y abre el camino a la deflación, es en realidad contraproducente.
Así que no creo que esto realmente se trate de Grecia o, en efecto, sobre cualquier apreciación realista de los sacrificios de una cosa por otra entre déficit y empleos. Más bien, es la victoria de una ortodoxia que tiene poco que ver con un análisis racional, cuyo principal principio es que imponer sufrimiento a otras personas es la forma de demostrar liderazgo en tiempos difíciles.
¿Y quién pagará el precio de este triunfo de la ortodoxia? La respuesta es decenas de millones de trabajadores desempleados, muchos de los cuales lo estarán durante años y algunos de los cuales nunca volverán a trabajar.
Krugman, P. 2010. La tercera depresión. En: El Espectador, 3 de Julio. [Consultado el 7 de Julio de 2010] [En línea en: http://www.elespectador.com/columna-211630-tercera-depresion]
*Imagen de El Espectador
Ni la Depresión Prolongada del siglo XIX ni la Gran Depresión del XX fueron eras de declive ininterrumpido —por el contrario, ambas incluyeron períodos en los que creció la economía—. Sin embargo, estos episodios de mejoras nunca fueron suficientes para enmendar el daño de la crisis inicial, y les siguieron recaídas.
Estamos ahora, me temo, en las primeras etapas de una tercera depresión. Es probable que se parezca más a la Depresión Prolongada que a la mucho más severa Gran Depresión. Sin embargo, el costo —para la economía mundial y, sobre todo, para los millones de vidas arruinadas por la falta de empleos— será inmenso.
Y esta tercera depresión será principalmente un fracaso de la política. En todo el mundo —más recientemente, en la profundamente desalentadora reunión del G-20 el fin de semana pasado—, los gobiernos se obsesionan con la inflación, cuando la amenaza real es la deflación; predican la necesidad de apretarse el cinturón, cuando el problema real es el gasto inadecuado.
Parecía que hubiésemos aprendido de la historia en 2008 y 2009. A diferencia de sus predecesores, que aumentaron las tasas de interés de cara a la crisis financiera, los dirigentes actuales en la Reserva Federal y el Banco Central Europeo las rebajaron drásticamente y se movilizaron para apoyar los mercados crediticios. A diferencia de gobiernos del pasado, que trataron de equilibrar los presupuestos frente a la economía que se hundía, los de hoy permitieron el aumento en los déficits. Y mejores políticas ayudaron al mundo a evitar un colapso total: podría decirse que la recesión provocada por la crisis financiera terminó el verano pasado.
Sin embargo, historiadores futuros nos dirán que no fue el fin de la tercera depresión, justo como el repunte en los negocios que comenzó en 1933 no lo fue de la Gran Depresión. Después de todo, el desempleo —especialmente el de largo plazo— persiste en niveles que se habrían considerado catastróficos no hace mucho, y no muestra signos de bajar rápidamente. Y tanto Estados Unidos como Europa están muy encaminados hacia las trampas deflacionarias al estilo japonés.
Ante este panorama desalentador, se podría haber esperado que los formuladores de políticas se dieran cuenta de que todavía no han hecho suficiente para promover la recuperación. Sin embargo, no; en los últimos meses ha habido un resurgimiento impresionante de la ortodoxia sobre la moneda fuerte y el presupuesto equilibrado.
En lo tocante a la retórica, el renacimiento de la religión de antaño es más evidente en Europa, donde los funcionarios parecen sacar sus temas de conversación de una antología de discursos de Herbert Hoover, hasta cuando dice que aumentar los impuestos y reducir el gasto expandirá realmente la economía al mejorar la confianza de las empresas. Como una cuestión práctica, no obstante, Estados Unidos no lo hace nada mejor. Pareciera que la Reserva está consciente de los riesgos deflacionarios —pero lo que propone hacer sobre ellos, bueno, es nada—.
El gobierno de Obama entiende los peligros de una austeridad fiscal prematura, pero porque los republicanos y los demócratas conservadores en el Congreso no autorizan ayuda adicional a los gobiernos estatales, esa austeridad llegará de todos modos, en términos de recortes presupuestales en los niveles estatales y locales.
¿Por qué el giro equivocado en la política? La línea dura invoca a menudo los problemas que enfrentan Grecia y otros países limítrofes de Europa para justificar sus acciones. Y es verdad que los inversionistas de bonos se han vuelto contra gobiernos que tienen déficits incorregibles. Sin embargo, no hay ninguna evidencia de que la austeridad fiscal a corto plazo ante una economía deprimida tranquilice a los inversionistas. Por el contrario: Grecia estuvo de acuerdo en una austeridad severa, sólo para darse cuenta de que la propagación de su riesgo se amplía muchísimo más; Irlanda ha impuesto recortes salvajes al gasto público, sólo para que los mercados lo traten como un riesgo peor que España, mucho más renuente a tomar la medicina de la línea dura.
Es casi como que los mercados financieros han entendido lo que aparentemente los formuladores de políticas no comprenden: que aunque la responsabilidad fiscal a largo plazo es importante, bajar drásticamente el gasto en medio de una depresión, que la profundiza y abre el camino a la deflación, es en realidad contraproducente.
Así que no creo que esto realmente se trate de Grecia o, en efecto, sobre cualquier apreciación realista de los sacrificios de una cosa por otra entre déficit y empleos. Más bien, es la victoria de una ortodoxia que tiene poco que ver con un análisis racional, cuyo principal principio es que imponer sufrimiento a otras personas es la forma de demostrar liderazgo en tiempos difíciles.
¿Y quién pagará el precio de este triunfo de la ortodoxia? La respuesta es decenas de millones de trabajadores desempleados, muchos de los cuales lo estarán durante años y algunos de los cuales nunca volverán a trabajar.
Krugman, P. 2010. La tercera depresión. En: El Espectador, 3 de Julio. [Consultado el 7 de Julio de 2010] [En línea en: http://www.elespectador.com/columna-211630-tercera-depresion]
*Imagen de El Espectador
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